Sembrar orquestas en cada pueblo es una revolución social silenciosa. Desde esos cabellos que bailan, Dudamel es su agitador principal, como los hot dogs que en Los Ángeles llevan su nombre. Foto de Luis Cobelo
Por Julio Villanueva Cheng
Bastó que este hombre empuñara la batuta de la Filarmónica de Los Ángeles para que el presidente Obama lo saludara en una carta de bienvenida, los Lakers le regalaran una camiseta, el arquitecto Frank Gehry le propusiera un proyecto, y una cadena de salchichas de la ciudad bautizara un hot dog con su nombre: Gustavo Dudamel es un fenómeno del carisma. Un viento que aún no cumple los 30 años y que refresca la música clásica con una alegría que la rejuvenece hasta el punto de crear un nuevo público para ella. Pero, sobre todo, Dudamel es la punta del iceberg de una empresa épica: el Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela, más conocido como El Sistema. Hoy les da un futuro en la música a unos 300 000 jóvenes en un país con uno de los índices más altos de homicidios del mundo. El último hit de los directores de orquesta, quien nació en Barquisimeto y se inició como violinista, dirige ahora la Filarmónica de Los Ángeles, la Sinfónica de Gotemburgo y la Orquesta Juvenil Simón Bolívar. El modelo de enseñanza de El Sistema se ha exportado a más de una veintena de países. Sembrar orquestas en cada pueblo es una revolución social silenciosa. Y hoy Dudamel es su agitador principal.
Empecemos por el final feliz: los aplausos. El presidente Obama dijo que en los conciertos su mujer siempre le avisa cuándo tiene que aplaudir. Hay críticos que creen que en estos tiempos las ovaciones se han vuelto más un protocolo complaciente que una demostración de sincero agradecimiento ante algo excepcional y memorable. ¿Qué piensas de esto?
No lo creo. En todas las épocas han existido las ovaciones. Tienen que ver con el performance de los músicos, que es una combinación de energía y disciplina. Es muy importante cómo los artistas y las orquestas manejan esa entrega de energía. Y el público lo disfruta. Eso no tiene que ver con la complacencia. Como también hay gente que de pronto no le gusta algo y no aplaude, o gente que puede pitar. Una de las ovaciones más emocionantes que recuerdo fue la de los Proms, en Londres, cuando tocamos la Décima sinfonía de Shostakóvich. Y entre las recientes, una de nuestra última gira en Rusia, donde tocamos la Cuarta sinfonía de Tchaikovsky y la Consagración de la Primavera, de Stravinsky. ¡Estábamos tocando música rusa en Rusia! Nos dijeron que los rusos eran un público distante y con un aplauso muy respetuoso. Pero ese día acabaron de pie y con una ovación larguísima.
Hace unos días un maestro de la salsa como Willy Colón dijo en su Twitter que quería tocar contigo y preguntaba cómo te podía encontrar. Hay instrumentos sinfónicos en las orquestas de salsa y, sin embargo, no se ha explorado tanto hacer salsa desde el punto de vista de un compositor de música clásica. En el otro extremo, uno suele recordar a los Beatles tocando “Eleanor Rigby” con una orquesta sinfónica, y varias bandas han intentado en los últimos tiempos hacer conciertos con orquestas sinfónicas. ¿Cuáles son para ti los límites de la experimentación y la pureza?
No hay límites para lo que se puede hacer. Para mí es un honor que maestros de la salsa se hayan acercado para intentar un proyecto juntos. Con Rubén Blades estamos proyectando algo: tiene una ópera de salsa con música sinfónica y con Willy Colón ya tendré el honor de conversar. Hay quienes dicen que hay un protocolo para la música clásica y que esta es para una clase específica. Eso es un error. Mucha gente no tiene la oportunidad de escuchar y de conocer esta música sólo porque no tiene acceso a ella. Es más fácil que escuchen una música pop dado que está en todas partes y es parte de nuestro tiempo. En Venezuela, por ejemplo, hemos creado una temporada de conciertos en los barrios para gente que no tiene acceso a ellos. Eso es una meta. Ahora, en la apertura de mi segunda temporada como director musical de la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles, tenemos un proyecto con el tenor Juan Diego Flórez: haremos bel canto, por supuesto, pero la segunda parte de la presentación la dedicamos a la música latinoaméricana y haremos boleros y canciones populares. A mí me hubiese encantado conocer a Javier Solís, a Pedro Infante o a La Lupe y hacer música con ellos. Hay tantas ideas y proyectos. Pero uno no es el dueño del tiempo; el tiempo se adueña de uno.
¿Las canciones más memorables son las que se pueden tararear o silbar?
Sí, son las que siempre te llevas y cantas en todas partes. Casualmente, Eloísa [Eloísa Maturén, su esposa] tiene un programa de radio donde hay un espacio que se llama “La Rockola de Dudamel”. En él trato de compartir con la gente la música que ni se imagina que yo escucho y canto. Por ejemplo, “Redemption Song”, de Bob Marley, que es como un himno para mí; o “Taboga”, de la Dimensión Latina, que canta Óscar de León; o “Lacrimosa”, una canción escrita por Juan Luis Guerra, basada en la Lacrimosa de Mozart y que es una bachata bellísima. Yo presento canciones como esta, explico lo que significan musicalmente, la importancia del cantante, pero sobre todo la importancia que tienen en mí: la gente me ve como una persona superclásica que sólo escucha a Beethoven y Mahler, pero antes de un concierto estoy con mi Ipod escuchándome uno de esos boleros rancheros de Javier Solís.
¿Qué queda de la Quinta sinfonía de Beethoven cuando alguien la silba?
Silbarla es una forma absoluta de reconocimiento. Los compases de la Quinta sinfonía, de Beethoven, son una de las melodías más universales, como también el primer movimiento de la Pequeña serenata nocturna, de Mozart, que todo el mundo tararea. Son lo que la gente más recuerda.
Tienes una gran reputación de contador de chistes. Los chistes musicales, recuerda Leonard Bernstein, sólo se pueden hacer con música: escribiendo notas erróneas a propósito (como la Broma musical de Mozart o algunas piezas de Shostakóvich), aumentando la velocidad de una melodía y deteniéndote de súbito en otra (como hacía Haydn), o imitando un estornudo (como Zoltan Kodaly). Bernstein decía que no se trata de provocarte carcajadas, sino de hacerte “reír por dentro”, un sentido del humor sinfónico que tiene que ver más con la alegría y lo juguetón, pero también a veces con lo malvado. ¿Es rara la risa en los conciertos?
Por lo menos, con mi orquesta nos reímos muchísimo. Pero esa sonrisa nace de la misma magia de la música. Conozco muchos chistes, pero me gusta más escucharlos. El otro día, en Viena, estábamos tocando la polka del Tritsch tratsch de Johann Strauss, que es divertidísima, y nos moríamos de risa. Es una polka, una pieza de baile popular y tiene colores burlistas. Strauss le pone cornetas a su polka y hace cantar a la orquesta. Strauss y su orquesta amenizaban bailes del más alto nivel. Pero todos los sonidos vienen de la naturaleza y también muestran su otro lado. Mahler, por ejemplo, estuvo obsesionado con la muerte, y su música siempre tiene como un toque trágico. Bernstein hablaba de algo fundamental en la música de Mahler: la dualidad. Entonces te convierte una música alegre en triste, por ejemplo, en el tercer movimiento de su primera sinfonía [Dudamel tararea el Fray Santiago]. Mahler convierte una canción popular infantil en una marcha fúnebre. Es muy dual porque está hablando de la muerte con una intensa ironía.
La música es una afirmación de la vida, pero a veces ha sido usada como banda sonora del mal. Pascal Quignard recuerda que, entre todas las artes, sólo la música colaboró en el exterminio de judíos en los campos de concentración, a quienes los alemanes hacían ingresar en las cámaras de gas acompañados de música clásica. “La música viola al cuerpo humano –advierte Quignard–. La música es un poder. Su esencia es no ser igualitaria: vincula al oído con la obediencia”. ¿Qué opinas de su uso en marchas militares o jingles publicitarios, que vinculan más la música con la obediencia?
La música es también un reflejo de la disciplina. Porque para poder concertar sonidos e instrumentos tan diferentes –que tienen distintas tesituras y colores y dinámicas– tienes que llevarlos con una disciplina férrea. La música, es cierto, es una forma del humanismo y de la sensibilidad. Pero hay marchas militares hermosísimas a través de la historia que, combinadas con cierta coreografía, son una muestra de belleza y a la vez de disciplina. Pienso en la Obertura 1812, de Tchaikovsky, por ejemplo, que es una gran marcha militar, o en el himno imperial ruso.
Un estudio científico comparó el ritmo cardiaco del director Herbert von Karajan cuando dirigía la Obertura Leonora 3, de Beethoven, y cuando piloteaba su avión privado en un viaje de duración similar. Y Von Karajan alcanzaba el ritmo más alto de sus latidos no en los momentos de mayor esfuerzo físico –cuando le pidieron tres maniobras bruscas de aterrizaje y ascenso– sino de mayor emotividad –mientras dirigía a Beethoven–. La intensidad de encarnar la música aumenta los latidos del corazón, pero varios directores de orquesta han muerto de infarto mientras dirigen. ¿Cuál es tu relación física con la música? ¿Puedes explicarlo como los síntomas de un resfriado?
Siento la música en todo mi cuerpo, pero de donde viene la energía es de mi corazón y de mi estómago. Soy de un ritmo cardiaco muy lento. Me he hecho unos 39 exámenes para chequearme. Esto es como ser un atleta: lo entiendes cuando tienes un ritmo de ensayo y un trabajo tan físicos. Siempre estoy muy relajado en un concierto, así me mueva muchísimo y brinque. Pero una vez hice un movimiento y sufrí un dolor de cuello por el que casi colapso. Fue en Los Ángeles, durante el Concierto para violoncello de Dvorak. Y tuve que quedarme a dirigir unos 10 minutos más.
En su libro Musicofilia, Oliver Sacks cuenta la historia de Tony Cicoria, un cirujano ortopédico al que un día le cae un rayo mientras habla con su mamá en una cabina telefónica. Tras recuperarse, sufre de una súbita obsesión por escuchar y tocar el piano. A ti, que pudiste haber tocado el trombón en orquestas de salsa como tu padre, el rayo de la música clásica te cayó desde niño. ¿Cómo fue?
No sé. Yo me enamoré de la música clásica de la nada. Porque en mi casa se escuchaba música popular. Hasta que un día me llevaron a un concierto y quedé fascinado. No recuerdo bien cuál fue. Sólo que desde entonces empecé a escuchar muchas cosas. Recuerdo el Capriccio italiano, de Tchaikovsky, y que me encantaba dirigir su grabación. De niño mi juego favorito era ordenar unos muñequitos en forma de orquesta, poner una grabación y dirigirla. Cuando me iba al colegio, no dejaba que los tocaran. Le decía a mi abuela: “No vaya a limpiar ahí porque está mi orquesta”. Cuando regresaba, mi orquesta seguía ahí.
En la realidad, dicen que Freud era incapaz de gozar con la música. En la ficción, Alexander DeLarge, el personaje de la película La naranja mecánica, es tan fanático de Beethoven como de violar mujeres. ¿Cómo entiendes estos casos tan paradójicos?
La música no distingue entre la gente. Y es algo tan subjetivo, como que a mí me puedan gustar las carreras de caballos y a otros no. Yo tengo una vida agitada, pero a la vez soy muy normal. Hay gente que cuando me ve bailando no imaginaba que yo podía bailar merengue o música techno. Pero en Venezuela casi todos los directores de orquesta bailan. Con Simon Rattle fui una vez a una fiesta en Caracas y bailó salsa con su esposa.
La ideología y la música no siempre tienen una historia armoniosa. El Che Guevara —recuerda también Sacks— bailaba mambo mientras una orquesta tocaba un tango. Y la Orquesta Filarmónica de Israel ha proscrito a Wagner, un antisemita cuya música Hitler usaría en los campos de concentración nazis. El director de orquesta Daniel Barenboim rompió este tabú al final de un concierto suyo en Israel. Su argumento fue que había escuchado la melodía principal de La cabalgata de las walkirias, de Wagner, sonando en el teléfono celular de un israelí. ¿Qué intimidad encuentras entre la música y la política?
La música la puedes usar de distintas maneras según el momento. Wagner se convirtió en una imagen terrible para los judíos en esa época. Es evidente que la música de Wagner es maravillosa, pero que tuviese un pensamiento como el que tenía no quiere decir que su música signifique eso. La mayoría de las obras de Wagner son sobre temas mitológicos, un supermundo de dioses. Tristán e Isolda es la eternidad del amor. Pero para los judíos fue un momento terrible porque por entonces era la música que se escuchaba, era música de propaganda. Y se respeta que los judíos no quieran escucharla. Pero creo que con el tiempo ha ido cambiando. Allí tienes a Barenboim, un judío que es uno de los mejores intérpretes de Wagner. Y Barenboim es argentino, español, alemán, judío y palestino. Hay que tratar de encontrar un balance en las cosas. Evidentemente para mí hablar de política es complejo, porque no tengo un pensamiento de la suficiente profundidad para abordar el tema. Isaac Newton decía que los hombres construimos más muros que puentes. Y hay muros que se crean por las diferentes formas de pensar. En ese sentido, la música los atraviesa porque no se palpa, el sonido es invisible, sólo lo escuchas y sientes. Es una vía para conmover. Esa es mi misión. La música, aquí en Venezuela, con el maestro Abreu, la hemos usado como una herramienta de rescate social. A través de la música se pueden hacer millones de cosas buenas porque tiene una gran influencia en la gente. Puedes ver en los conciertos a gente de clase social y pensamiento político distintos sentados allí, disfrutando de ella. Eso es lo que significa el Sistema de Orquestas Juveniles. Eso significa la música.
La palabra “genio” puede ser un malentendido. Hay una versión que cuenta que fue Plácido Domingo –y otra que fue Simon Rattle–, quien le dijo a tu abuela que genios como tú en la dirección de orquesta aparecían una vez cada 100 años. ¿Cómo hacerse cargo entonces, teniendo menos de 30, de una sentencia como esa?
No lo sé. Todavía tengo tanto que estudiar. Genio, por supuesto, no me siento. La genialidad viene de la misma música. Y genios eran Bach, Mozart, Beethoveen o Stravinsky. Mahler fue un maravilloso compositor y un gigantesco director de orquesta. Podemos hablar de Mahler como un genio. Toscanini fue un gran director. Hablamos de una época en que había muy pocos buenos. Toscanini fue uno de los sucesores de Mahler en la Filarmónica de Nueva York y, aunque no se querían, tenían la misma actitud. Mahler era extremadamente exigente, quería llevar al más alto nivel todas las obras que dirigía. Era un director dictador. Y cuando escuchas un ensayo de Toscanini, es realmente rudo. Les grita a sus músicos. Ese tiempo ya pasó.
Hay dos percepciones populares cuando decimos “director de orquesta”. La primera se trata de un señor canoso, solemne y que exige todo el tiempo un silencio sagrado. La segunda, del gran animador del proyecto de una comunidad. Este último significado es parte de tu identidad con la Orquesta de Jóvenes Simón Bolívar, pero a la vez tu juventud y personalidad te convierten en una negación del director solemne. ¿Cómo te imaginas a los 50 años?
Tendré canas y no sé si seré solemne. Yo me siento muy feliz y me gusta compartir esta felicidad. Es parte de mi personalidad y con esto no quiero decir que un director solemne no sea feliz. Ya vendrá el tiempo, pues. Mucha gente le pide peras al olmo y pretende que debo tener la profundidad de un director adulto. Eso es naturalmente imposible: dirijo obras con el conocimiento y la experiencia que tengo hasta ahora. Con el tiempo, sufrirá cambios ese pensamiento musical y ese pensamiento de vida. Y siempre, cuando has nacido en un sistema de orquestas como este, tienes un compromiso con la juventud y la infancia. Así me imagino a los 50 años.
Tu primera gira por Estados Unidos con la Filarmónica de Los Ángeles desató, a favor y en contra, una polémica entre críticos y aficionados de música de ese país. Una crítica del Washington Post resumió que eres un joven director de orquesta temiblemente talentoso a quien le han confiado el papel de actuar como el salvador de la música clásica.
El trabajo del crítico es muy subjetivo. Es la visión de la música de una persona que escucha un concierto y que no siempre es el juicio de la mayoría. Todo es una evolución. Hace cinco años yo dirigía a Mahler y ahora no lo dirijo más de la misma manera. La gira por Estados Unidos fue exitosa, y el trabajo que hizo la orquesta fue maravilloso. Pero tenemos apenas un año juntos. La construcción de una personalidad no se puede lograr en tan poco tiempo. Un crítico puede hablar bien y otro mal, están en su derecho. Pero no se puede hablar desde la rabia ni desde la mezquindad.
Hoy no parece haber otra corriente musical como el romanticismo o el barroco. ¿Hacia dónde va la música clásica o es que el futuro se trata de reinterpretar a Bach, Beethoven y Mahler?
La música en sí es un camino infinito y, como todo, tiene momentos de creación y de redescubrimiento. Y la música clásica siempre se recrea, incluso con el mismo director y la misma orquesta tocando el mismo concierto. Yo rayo muchísimo las partituras, pero no tanto como Mahler, por supuesto. En cierto modo la música en el siglo xx se abrió al modernismo buscando un enfoque muy intelectual en la composición musical, y tratando de llevarla más allá de lo que había ido. Siento que ahora vivimos una corriente neoclásica que se caracteriza por el regreso de la tonalidad al discurso musical.
Si tuvieras que explicarle a un niño qué es la música clásica, ¿qué le dirías para que no se espante?
Le diría que para mí la música clásica es un juego, y que yo siempre la vi como un juguete. Tienes una partitura que fue escrita hace 200 años y eso no te impide recrear lo que tienes al frente.
¿Y qué harías si te nombraran director de una orquesta sinfónica donde los músicos están sindicalizados, tienen un sueldo miserable, no tienen muchas ganas de tocar y sus ingresos provienen sobre todo de tocar en bodas y bautizos? ¿Puede un director de orquesta resucitar a los muertos?
Eso sucede cuando el músico se profesionaliza. Hay que abolir la rutina y tratar de despertar a todas esas almas que están allí. Les diría: “¿Ustedes se recuerdan por qué nosotros somos músicos?”. Uno comenzó todo este camino porque le gustaba, como un estudio, algo que le apasionaba. Pero cuando uno consigue el trabajo y lo toma, allí todo se acaba.
A Tolstoi le perturbaba que la música lo afectara hasta hacerle sentir emociones ficticias. Las bandas sonoras de las películas nos asustan y nos hacen llorar. ¿Cuál has escuchado más?
La de Cinema Paradiso, que he visto como 20 veces, con música de Ennio Morricone, y la de Romeo y Julieta, con música de Nino Rota. Esas dos me han hecho llorar. Pero también me gustan las de El Padrino, con música también de Nino Rota, y la de Star Wars, de John Williams.
Ver películas puede ser a veces una anticipación de lo que quisiéramos hacer. En Amadeus, de Milos Forman, Mozart aparece dirigiendo sus propias óperas con una alegría mística. ¿Qué recuerdas más de ella?
Recuerdo cómo para Mozart la música era un juego, era diversión. Hay una escena en una fiesta donde está como borracho y tocando el clavecín, o la escena en la que está tocando un piano con los ojos vendados, o como cuando escribe música jugando con una bola de billar [Dudamel imita la risa loca de Mozart en la película]. Hay otra escena en la que el emperador está tocando una marcha que acababa de componer Salieri, cuando Mozart entra y dice “bella, pero muy simple” y empieza a convertirla en una marcha gigantesca y el emperador queda impresionado.
¿Y Ensayo de orquesta, de Fellini?
Es comiquísima. Es un espejo de la sociedad en el cuerpo de una orquesta. Hay orquestas muy disciplinadas, pero esa de Fellini es muy indisciplinada. El final de esa película es surrealista: cuando cae el metrónomo, es el símbolo de que el tiempo se lo ha llevado todo.
En la Filarmónica de Berlín, que dirige Simon Rattle, existe el Digital Concert Hall, donde cada semana esta orquesta toca para gente que paga por verla por internet. ¿Vale todo para aumentar el público de la música clásica?
Eso me parece maravilloso. Tanta gente que no tiene acceso ni oportunidad de ver a la Filarmónica de Berlín ahora puede verla en su computadora. No es lo mismo, por la calidad del sonido, pero tienes la orquesta tocando en vivo para ti aquí, en Japón o en África. Nosotros no podemos quedarnos en el siglo xviii, xix o xx. No podemos quedarnos atrás. Tenemos que aprender a viajar con el tiempo.
Dijiste que en una orquesta uno aprende a escuchar al vecino. Vivimos tiempos en que no nos escuchamos porque todos hablamos a la vez. ¿Qué puede hacer hoy un músico para hacerse escuchar por el público de este siglo?
Escucharse es muy natural dentro de una orquesta porque cada músico tiene siempre que armonizar con los otros. Necesitamos más música, más armonía. Me encantaría que el mundo fuese así, como en una
orquesta. Yo he podido experimentar cómo alrededor del mundo existe un público ávido por asistir a los conciertos. En Los Ángeles, por ejemplo, hay un festival de música contemporánea llamado Green Umbrella y es impresionante: las localidades siempre están agotadas y el público es casi en su totalidad joven. A pesar de todos los estímulos que hoy podamos tener —la nueva televisión, internet y sus redes sociales, los video-juegos— la gente siempre seguirá valorando la experiencia de vivir un concierto en vivo, en directo. Pero también debemos aprovechar las bondades de la tecnología para hacer llegar nuestro mensaje musical.
Todo lo altisonante que ocurre en una sala de conciertos es un escándalo, desde una tos hasta el sonido chirriante de quien se acomoda en su butaca. Y siempre se le condena. ¿No puede haber para un músico algo bueno en el ruido?
Si no está en la partitura, no [ríe].
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