Por: Ibsen Martínez ( *)
“Escribe claro. Dios no tiene anteojos”.
Eugenio Montejo, Práctica del Mundo
El mito de Orfeo, tan frecuentado y enigmático, le sugirió una vez a Montejo un poema que yo, en lugar de asociarlo con Rilke o con el sesudo y bien averiguado ensayo de Ivan Linforth, asocio invariablemente con Dinu Lipatti, Glenn Gould, Bill Evans o Chano Pozo.
El único de esos mis intérpretes favoritos, muertos todos en plena juventud, que sigue haciendo música —igual que la cabeza de Orfeo, aun cercenada— , y que no fue pianista es Chano Pozo. Explicar esa excepción me derrota por completo.
La cosa se manifiesta cuando me tomo unos tragos al final de la jornada y escucho, pongamos por caso, a Bill Evans. Siempre llega el momento en que pienso al mismo tiempo en mi hermano muerto prematuramente —también él pianista— y en el poema de Montejo, del que, sin ayuda de una antología, sólo puedo recordar el primer verso.
— “Orfeo, lo que de él queda (si queda)”—, que repito entonces como un mantra y que comparto enseguida:
ORFEO
Orfeo, lo que de él queda (si queda),
lo que aún puede cantar en la tierra,
¿a qué piedra, a cuál ánima enternece?
Orfeo en la noche, en esta noche
(su lira, su grabador, su cassette),
¿para quién mira, ausculta las estrellas?
Orfeo, lo que en él sueña (si sueña),
la palabra de tanto destino,
¿quién la recibe ahora de rodillas?
Solo, son su perfil en mármol, pasa
por entre siglos tronchado y derruido
bajo la estatua rota de la fábula.
Viene a cantar (si canta) a nuestra puerta,
a todas las puertas. Aquí se queda,
aquí planta su casa y paga su condena
porque nosotros somos el Infierno.
(Muerte y memoria, 1972 )
El extraordinario ensayista que fue también Montejo resplandece en su discurso de aceptación del VII Premio Internacional Octavio Paz.
Hacia el final del mismo, Montejo interroga la idea que cada quien se hace del poeta en los tiempos actuales y de “cuál misión se le supone tácitamente encomendada”.
El poeta ofrece algunas respuestas, como la del brasileño Casiano Ricardo, por ejemplo. O la de Mallarmé, que a más de un siglo no han logrado todavía reducir a tópico. Al cabo, Montejo llama la atención sobre una que, en sus propias palabras, “cuenta con el prestigio de provenir de la era prehispánica, ya que se debe a los náhuatl. Para ellos, que veneraban las formas de expresión noble y cuidadosa, según afirma Miguel León Portilla, el poeta o narrador, el Tlaquesqui era aquel que al hablar hace ponerse de pie a las cosas”.
No sé si a usted, pero a mí me parece que en esa definición náhuatl calza cabalmente al poeta que hemos perdido y que pudo escribir, en Trópico Absoluto, sabidurías como : “Prefiere tu silencio y déjate rodar, / la teoría de la piedra es la más práctica”.
* (Ibsen Martínez / Especial para El Espectador)
.
“Escribe claro. Dios no tiene anteojos”.
Eugenio Montejo, Práctica del Mundo
El mito de Orfeo, tan frecuentado y enigmático, le sugirió una vez a Montejo un poema que yo, en lugar de asociarlo con Rilke o con el sesudo y bien averiguado ensayo de Ivan Linforth, asocio invariablemente con Dinu Lipatti, Glenn Gould, Bill Evans o Chano Pozo.
El único de esos mis intérpretes favoritos, muertos todos en plena juventud, que sigue haciendo música —igual que la cabeza de Orfeo, aun cercenada— , y que no fue pianista es Chano Pozo. Explicar esa excepción me derrota por completo.
La cosa se manifiesta cuando me tomo unos tragos al final de la jornada y escucho, pongamos por caso, a Bill Evans. Siempre llega el momento en que pienso al mismo tiempo en mi hermano muerto prematuramente —también él pianista— y en el poema de Montejo, del que, sin ayuda de una antología, sólo puedo recordar el primer verso.
— “Orfeo, lo que de él queda (si queda)”—, que repito entonces como un mantra y que comparto enseguida:
ORFEO
Orfeo, lo que de él queda (si queda),
lo que aún puede cantar en la tierra,
¿a qué piedra, a cuál ánima enternece?
Orfeo en la noche, en esta noche
(su lira, su grabador, su cassette),
¿para quién mira, ausculta las estrellas?
Orfeo, lo que en él sueña (si sueña),
la palabra de tanto destino,
¿quién la recibe ahora de rodillas?
Solo, son su perfil en mármol, pasa
por entre siglos tronchado y derruido
bajo la estatua rota de la fábula.
Viene a cantar (si canta) a nuestra puerta,
a todas las puertas. Aquí se queda,
aquí planta su casa y paga su condena
porque nosotros somos el Infierno.
(Muerte y memoria, 1972 )
El extraordinario ensayista que fue también Montejo resplandece en su discurso de aceptación del VII Premio Internacional Octavio Paz.
Hacia el final del mismo, Montejo interroga la idea que cada quien se hace del poeta en los tiempos actuales y de “cuál misión se le supone tácitamente encomendada”.
El poeta ofrece algunas respuestas, como la del brasileño Casiano Ricardo, por ejemplo. O la de Mallarmé, que a más de un siglo no han logrado todavía reducir a tópico. Al cabo, Montejo llama la atención sobre una que, en sus propias palabras, “cuenta con el prestigio de provenir de la era prehispánica, ya que se debe a los náhuatl. Para ellos, que veneraban las formas de expresión noble y cuidadosa, según afirma Miguel León Portilla, el poeta o narrador, el Tlaquesqui era aquel que al hablar hace ponerse de pie a las cosas”.
No sé si a usted, pero a mí me parece que en esa definición náhuatl calza cabalmente al poeta que hemos perdido y que pudo escribir, en Trópico Absoluto, sabidurías como : “Prefiere tu silencio y déjate rodar, / la teoría de la piedra es la más práctica”.
* (Ibsen Martínez / Especial para El Espectador)
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